05 de juliol 2017

Singularidad tecnológica y singularidad psicoanalítica














El término singularidad se está empleando últimamente en distintos campos para intentar atrapar aquello que sería lo más genuino del ser humano*. Ya sea en el campo de la política de las identidades sociales y culturares, ya sea en el campo de la ciencia y de los efectos que la técnica tiene en nuestro mundo, el término parece haber hecho fortuna para designar lo más real, lo más difícil de aislar y de tratar del ser hablante, aquello que por otra parte escapa tanto a la norma estadística como a toda pretensión de normalización.
El término no designa, sin embargo, lo mismo para cada uno de estos campos. Designa, incluso, características y operaciones totalmente contrarias, desde lo más predecible y calculable hasta lo más impredecible e imposible de calcular por el imperio de la cifra. Hay algo absolutamente paradójico en el uso actual del término singularidad, un uso que se nos aparece como un síntoma de la época. La singularidad no es un concepto psicoanalítico pero la experiencia analítica es sin duda la que mejor puede iluminar las razones de la paradoja que lleva este nombre. Digamos incluso que el psicoanálisis es la experiencia de la mayor singularidad que podemos obtener en el ser hablante, aquella que nombramos a veces como su singularidad o su identidad sinthomática, retomando el neologismo acuñado por Lacan con el término sinthome.
Opondré esta singularidad aislada por la experiencia analítica a la que hoy se conoce como singularidad tecnológica, uno de los engendros que está dando lugar a los debates más apasionados en el campo de las tecno-ciencias y que le debe toda su fuerza al uso de la cifra y de los algoritmos que finalmente creen normalizar al ser hablante.
La llamada singularidad tecnológica designa un hecho que parece surgido de la ciencia ficción pero que se está mostrando ya como el efecto más real de la ciencia en sus aplicaciones técnicas. Se define como el momento hipotético en el que una proceso informático, un algoritmo como soporte de la inteligencia llamada artificial, podrá autorreplicarse y automejorarse recursivamente de tal modo que quedará fuera de cualquier conceptualización y de cualquier control efectivo por el ser humano. Este momento coincidiría a la vez con la fusión irreversible entre la tecnología y la biología del cuerpo humano, de modo que se produciría un salto cualitativo impredecible que dominará todas las esferas de la vida. Los especialistas hacen sus cálculos y sus apuestas para predecir este momento, entre el año 2030 y el 2045 según los más optimistas. Lejos de cualquier catastrofismo tecnológico pero también de cualquier idealización del hoy llamado mejoramiento humano —ideología que encabeza las mejores promesas de futuro con este término no exento de ironía—, los expertos disparan las alarmas.[1]
Para ir directo al nudo más real y sintomático de este debate, señalaré solo una referencia que me parece especialmente significativa. Se trata de Raymond Kurzweil, quien retomó el término singularidad tecnológica en la pasada década con el título de su best-seller titulado La singularidad tecnológica está cerca. Raymond Kurzweil es el polémico director ingeniero de Google. Hoy gestiona la maquinaria que recoge y procesa los datos de sus mil millones de usuarios para organizar la base de datos que deberá decidir tanto los tratamientos médicos a partir del genoma de cada uno como hace ya con sus preferencias a la hora de comprar un choche o una lavadora.  
Un deseo anida en esta empresa que no por más aparentemente delirante deja menos de ofrecernos su grano de verdad. En una entrevista para la revista Rolling Stone, Raymond Kurzweil manifestaba su deseo de construir una copia genética de su difunto padre a partir del ADN encontrado en su tumba. La construcción de un clon del padre serviría al hijo para recuperar su memoria y su singularidad que sería así repetible al infinito, en una pluralidad de clones. El resultado, entre siniestro y paradójico, sería precisamente la anulación de toda singularidad en su repetición al infinito. De hecho, si hay algo que parezca delirante en la empresa de Raymond Kurzweil no es algo distinto del clásico fantasma freudiano de salvar al padre, de restaurar la figura del Otro del goce completo y consistente a la vez. Y es cierto que Google es hoy un nombre de ese Otro que parecería ofrecernos el saber completo sobre el goce de todas las cosas.
En realidad, más allá del fantasma del padre que vuelve como alma en pena para reclamar que se salde la deuda, el problema se reduce hoy al de la suposición o no de un saber en el lugar del Otro. La llamada singularidad tecnológica sucederá simplemente en el momento que creamos que sucede. Sucede también en el momento que creemos, por ejemplo, que un algoritmo ha superado ya el Test de Turing, tomando como un ser hablante a la máquina animada por ese algoritmo. Alguien más ha añadido ya el chiste: el problema vendrá cuando una máquina, convertida en el Otro del saber, convenza a un ser hablante de que él es también una máquina. Y es cierto que, si escuchamos ciertas orientaciones del cognitivismo y de las neurociencia actuales, todo indica que ya estamos ahí. Por nuestra parte, invertiremos el problema que el caso Kurzweil parece presentarnos como el sueño de la razón: es inventando un padre como síntoma, —como sinthome, para decirlo con el neologismo lacaniano— como el sujeto encuentra en realidad su propia singularidad, tan tecnológica como cualquier otra. Y ello por la razón que el primer algoritmo que funda la técnica es la cadena significante del lenguaje, la que atraviesa al cuerpo para hacerlo hablante. Singularidad sinthomática diremos para nombrar el momento en que alguien llega a aislar por medio de un análisis sus condiciones de goce más singulares.
Hay pues un algoritmo que es la única mutación que importa en el ser hablante. Es el que resume la cadena significante del lenguaje desde Lacan, el que vincula con una flecha el Significante amo, S1, que gobierna desde siempre cada discurso, y el Significante del saber, S2. Es este algoritmo el que ordena, lo sepa o no, los sueños y pesadillas de la tecno-ciencia contemporánea.
Entonces, tal vez la verdadera singularidad ya esté aquí, ni más cerca ni más lejos. Sólo que no lo sabe todavía. El psicoanálisis está aquí para hacerlo saber.





* Intervención en el Encuentro PIPOL 8, Bruselas 2 de Julio de 2017.
[1] Cito a los autores que han reunido en un volumen más de doscientos textos de diversos especialistas: “Resulta absolutamente necesario que los expertos y los grupos de poder se presten a un debate transparente con el resto de la sociedad, ya que esta debería conocer más y mejor los proyectos de mejoramiento humano y la agenda de singularidad tecnológica que se están desarrollando ante la ignorancia o, en el mejor de los casos, la mirada atónita y condescendiente de los ciudadanos del mundo globalizado.” Albert Cortina, Miquel-Àngel Serra, ¿Humanos o posthumanos? Singularidad tecnológica y mejoramiento humano. Fragmenta Editorial, Barcelona 2015, p. 12.