23 de desembre 2016

La verdad de la posverdad












“No hay verdad de la verdad”. Fue la respuesta de Jacques Lacan a la exigencia —más que pedido— de uno de sus alumnos cuando se quejaba ese día un poco desairado: “¿Por qué no dice usted, de una vez por todas, la verdad de la verdad?”

Ese día la verdad declinó, ese día la verdad rindió sus armas después de haber vencido heroicamente a la exactitud, la del imperio de la cifra, la de la pretensión empírica y positivista que la sigue buscando en vano en la sombra fugaz de cada objeto percibido. Ese día la verdad se hizo hermanita del goce más abyecto, tan ambigua y escurridiza como el camino del pez en el agua, tan loca como el gato que saltó para querer atraparlo sin mojarse. Ese día, después de haber mostrado sus caras infinitas, el poniente excesivo de la verdad ocultó la última de ellas tras las montañas de lo inútil, de lo perecedero, de lo que no tiene ya sentido. Ahí se convirtió la verdad en el resto irreciclable que abandona la realidad y se hunde en lo más íntimo y extraño a la vez, en lo más imposible de decir o de representarse. Y una vez ahí, como una serpiente sin más pieles que renovar, la verdad ha parido de noche el huevo del que renace el monstruo con una nueva apariencia, con un nuevo semblante.

Sin saber todavía de qué es un nuevo semblante, nuestro tiempo ha bautizado a este monstruo con el nombre de “posverdad”. El Diccionario Oxford acaba de incluirlo en su lista de nuevas palabras para arrancarle a todas las demás su prestigio, su pretensión de decir… la verdad de la verdad precisamente. Post-truth, esa es según “El País” de hoy la palabra que nos marca el paso del año, su actualidad extraña y pasajera.

Pero en realidad esta posverdad es sólo un pseudónimo más de lo que hay que llamar con su verdadero nombre: lo real, distinto desde siempre de la verdad, lo real en el que se funda el síntoma de nuestra época. Tanto la ciencia como la política, tanto el arte como el psicoanálisis pueden encontrar hoy en esta diferencia la marca del ser que habla.  

Es un signo de los tiempos que corren. Sepamos responderle como merece, sin nostalgias ni imposturas.