08 de juliol 2013

El ocaso de la psiquiatría, ¿y después?

















El título propuesto* me ha evocado de inmediato aquel otro ocaso, conocido por haber dado título al texto que Freud escribiera hace ahora casi noventa años, “El ocaso —Der Untergang, en alemán— del Complejo de Edipo”. ¿Tendrá algo que ver este ocaso del universo del Edipo con el que sugiere nuestro título en el universo de la psiquiatría?

Se trataba en el texto freudiano del declive del nudo de relaciones organizadas por la función sim
bólica del padre y de su substitución por una nueva instancia que actuará a partir de entonces como heredero de aquella organización. El heredero es el superyó que, con sus prohibiciones e imperativos, ordenará el goce del sujeto, en los diversos sentidos que tiene la palabra “ordenar”, de organizar y de imponer. El ocaso del Complejo de Edipo detectado por Freud en la primera infancia del niño no indicaba sin embargo un “más allá” de su organización sino más bien su propia pervivencia en el peso de una herencia que, por otra parte, queda siempre por determinar. Conocemos al heredero del Complejo de Edipo, el famoso superyó y sus imperativos de goce, pero no necesariamente la naturaleza y el peso de la herencia que éste recibe y que deberá ordenar.

Si quisiéramos seguir el paralelismo entre los ocasos, podríamos decir que la psiquiatría parece hoy destinada a desaparecer bajo el peso de una herencia que ella misma no puede llegar a determinar de manera clara y precisa. Poco queda de aquella psiquiatría del siglo XIX que ordenó las grandes entidades clínicas, poco queda de la que contribuyó en la primera mitad del siglo XX a cierta función civilizadora señalada en su momento por Jacques Lacan[1], y de cuya clínica el psicoanálisis fue también de otra manera el heredero.

El siglo XXI ha determinado ya la disolución de la psiquiatría y de su práctica como especialidad médica en el caldo heterogéneo de las llamadas neurociencias. Es el objetivo claramente manifestado por las instancias ordenadoras de la disciplina bajo la hegemonía del paradigma biomédico más reduccionista: dejar de lado las descripciones clínicas cada vez más ambiguas para fiarse únicamente de los marcadores biológicos, signos objetivos del trastorno en el cerebro y el sistema nervioso. La integración de la psiquiatría en la biomedicina y en las neurociencias va a la par de la progresiva reducción de la figura del psiquiatra a la de un “gestor de la salud mental” cuyo objetivo explícito es no tener que depender ya del testimonio siempre impreciso de la palabra del sujeto sino partir de los únicos datos objetivos que la tecnociencia de la neuroimagen y de los marcadores biológicos ofrecen al observador de manera aparentemente más eficaz.

Las reacciones no se han hecho esperar para declarar extinta a la propia psiquiatría, desde la llamada postpsiquiatría, pasando por los redactores del manual diagnóstico del DSM, hasta los epistemólogos más reconocidos como Germán Berrios, de la Escuela Psicopatológica de Cambridge, que pone el énfasis en  el “daño irreparable” que la llamada “psiquiatría basada en el evidencia” ha causado a la práctica clínica en el mundo “desarrollado”.

Así se va produciendo, como ha puesto de relieve recientemente Eric Laurent en su texto “Fin de una época”[2], un desplazamiento del sistema diagnóstico representado hasta ahora por el DSM hacia la nueva categorización impulsada desde los propios Estados Unidos por el National Institute of Mental Health con el Research Domain Criteria (RDoC), el nuevo sistema diagnóstico en construcción que tiene como objetivo establecer la cartografía, el mapping, de cada trastorno a partir de los datos objetivos proporcionados por las técnicas de neuroimagen y a partir de los marcadores biológicos.

En esta nueva perspectiva, la función del diagnóstico llevará más allá la tarea reduccionista que el propio DSM había iniciado, nombrando disfunciones neurológicas en lugar de cuadros clínicos. El ideal será poder diagnosticar y tratar el trastorno sin necesidad de intercambiar una sola palabra con el paciente.

El ocaso de la psiquiatría como práctica clínica va entonces a la par de la elevación de un nuevo objeto en el cénit del firmamento cientificista, el objeto cerebro. El objeto del tratamiento es el así llamado “conectoma”, el objeto definido a imagen y semejanza del genoma como el mapa exhaustivo de las conexiones neuronales del cerebro. De la estadística del trastorno, base de la operación del DSM, se pasa así a la cartografía promovida por el sistema RDoC, al mapping cerebral de las funciones cognitivas en un nuevo uso del número y de la medición. La medición, como señala Germán Berrios, consiste ahora en “mapear en números las características de objetos o procesos para que los cálculos posteriores de dichos números puedan brindar información sobre los objetos mismos”[3]. El elemento irreductible que queda fuera de esta cartografía siguen siendo los llamados qualia, es decir la semántica de dichos objetos, aquello precisamente que los convierte en singulares en la experiencia que cada sujeto tiene de ellos. Las escalas de evaluación se convierten entonces en sustitutos numéricos de los síntomas en la creencia de que su experiencia semántica no forma ya parte de la naturaleza del síntoma.

Pero en esta operación lo que queda obliterado no es sólo el sujeto de la palabra sino el propio objeto “mental” que la clínica había abordado hasta ahora desde diferentes perspectivas. Porque, ¿qué es en realidad un mapa sino una serie de fronteras y de significantes que definen y ordenan lugares y los pasajes que pueden hacerse entre ellos? Sin la introducción de esta operación simbólica en lo real no hay objeto posible de la experiencia ni de la propia observación. El mapping es hoy así el fundamento de toda la operación de las neurociencias, —como lo es también por ejemplo en el modelo propuesto por Antonio Damasio—, una operación y un modelo que deja siempre supuesto el lugar de un mapeador, de un cartógrafo que es tan interior como exterior al objeto neuronal considerado. En este punto, las propias neurociencias en las que se intenta absorber la extinta psiquiatría son de hecho un mapping de las funciones biológicas del nuevo objeto percibido como instrumento de las funciones subjetivas, percibido a su vez por las funciones biológicas de otro objeto.

Dicho de otra manera y en los términos que Lacan utilizaba en su Seminario XXIII de 1975 en su crítica al naciente cognitivismo de Noam Chomsky: “Ya no se cree en el objeto como tal, y es por esto que niego que el objeto pueda ser captado por ningún órgano. Ya que el órgano mismo es percibido como un instrumento. Y al ser percibido como un instrumento, como un instrumento separado, es, por esta razón, concebido como un objeto”. La idea según la cual la causalidad y el sentido del síntoma podrían ser captados en una cartografía, en un mapping, del objeto cerebro es de hecho tan delirante como suponer que podemos interpretar el sentido de un cuadro, como “Las señoritas de Avinyó” de Pablo Picasso por ejemplo, a partir del análisis molecular de los pigmentos de su pintura y del lienzo que le hace de soporte. Es esta reducción cientificista la que Lacan define de manera simple con esta operación: “El objeto mismo no es abordado más que por un objeto”.

En esta operación, el objeto desaparece al considerarse totalmente prescindible la dimensión del lenguaje y de la palabra que le dan su lugar. Como decía un investigador puntero en la alianza entre la psiquiatría, las neurociencias y la cibernética, Kevin Warwick, en su reciente paso por Barcelona: “Si lo comparamos con la transmisión instantánea y precisa de la red neuronal, el lenguaje se muestra como un código demasiado ambiguo e impreciso… Y hablar, ¡qué manera tan lenta y primitiva de emisión y recepción de las ondas sonoras!” El lenguaje se ha convertido para el nuevo modelo en un obstáculo, en una suerte de enfermedad, en un virus intrusivo que parasita el cuerpo biológico y lo convierte igualmente en un trastorno de lo real. De hecho, no es una concepción tan alejada de la que Lacan pudo tener al final de su enseñanza cuando sostenía que finalmente “la palabra es un parásito, que la palabra es una lámina incrustada [en el cuerpo], que la palabra es la forma de cáncer que aflige al ser humano”[4]

Después del ocaso de la psiquiatría, en los impasses clínicos a los que seguirá llevando el imperativo de la evaluación numérica, aparece pues más patente todavía un nuevo objeto como herencia imposible de cartografiar, una herencia que es, sin embargo, la causa misma de toda cartografía : el lenguaje como un trastorno de lo real. El lenguaje, como lo biológico desde que se hizo la pregunta todavía sin respuesta de “¿Qué es la vida?”, es hoy el trastorno de lo real por excelencia, el trastorno donde el psicoanálisis escucha la singularidad del síntoma de cada sujeto.
Y es en el amplio margen abierto por el lenguaje en lo real, por el abismo abierto en sus nuevas cartografías, donde por nuestra parte debemos seguir aprendiendo a escuchar las formas de goce singulares de cada sujeto.



* Intervención en sesión plenaria del Segundo Congreso Europeo de Psicoanálisis PIPOL 6, Bruselas, 7 de Julio de 2013.



[1] Ver su referencia a la figura de Henri Ey en el "Discurso  de clausura de las jornadas sobre psicosis infantil", en Psicosis infantil, varios autores, págs. 150-161, Editorial Paidós, Buenos Aires, Argentina, 1976.
[2] Eric Laurent, “Fin d’une époque”, Lacan Quotidien, numéro 319, 14 de Mayo de 2013.
[3] Germán E. Berrios, Hacia una nueva epistemología de la Psiquiatría, Editorial Polemons, Buenos Aires 2011, p. 293.
[4] Jacques Lacan, Le Séminaire, Livre XXIII, Le sinthome, Paris, Seuil, 2005, p. 95.